1 de marzo de 2024
La historia que recorre las Escrituras durante la Cuaresma es, por supuesto, el Éxodo. La he seguido durante muchos años y a veces me cansa, sobre todo cuando recuerdo que es puramente mítica, en el sentido de que no hay constancia histórica de ella en ninguna parte. Nunca me han molestado los elementos sobrenaturales o mágicos: la división del Mar Rojo, Moisés golpeando la roca o Dios enviando maná para alimentarlos en el desierto. Tienen un significado profundo y satisfactorio. Al igual que la constante falta de fe entre los israelitas y el pobre Moisés, que tiene que mantenerles la moral alta con la ayuda de Dios. El año pasado estuve en el monte Nebo, "en la tierra de Moab", donde de pie Moisés contempló la Tierra Prometida y Dios le informó que, por haber dudado, el nunca cruzaría el Jordán. Esto parece un poco duro por parte de Dios, pero es dolorosamente realista. Nunca alcanzamos la Tierra Prometida en esta vida. Cuando creemos que sí, pronto nos desilusionamos.
Por eso, aunque el Éxodo nos resulte demasiado familiar y preferiríamos saltárnoslo, sigue teniendo el poder de atraparnos y enseñarnos algo nuevo. Hace poco me interesó leer una interpretación que lo veía como la primera historia de protesta contra la esclavitud como institución social: el elemento divino en ella era la afirmación de la dignidad humana universal. El hecho de que los esclavos fugados encuentren la libertad como una carga y a veces quieran volver atrás lo hace psicológicamente muy convincente.
A los niños les encantan las historias familiares cuando se van a dormir, y lo mismo ocurre con culturas milenarias. Los humanos pensamos en historias. Abrumados por los datos o las opiniones, volvemos a inventar una historia, incluso una teoría de la conspiración que cualquier tonto puede entender. Para convencer a la gente de algo, cuéntales una historia, no les muestres gráficos. Soñamos con historias. ¿Cómo es que los construimos sin esfuerzo y los sentimos tan aterradores o dichosos y, sin embargo, nos cuenta contarlos a otra persona sin que parezcan triviales o tontos?
Recordamos en historias, aunque tergiversemos los hechos al contarlos. Las historias nos conectan. Nos unen y nos dan identidad. Entonces se convierten no sólo en mi historia, sino en nuestra historia, en la que nos encontramos a nosotros mismos y con los demás. Los aficionados al fútbol comparten historias de su equipo. Los judíos encuentran este vínculo especialmente en el Éxodo (y el Holocausto) y los cristianos en la narración repetida de la historia y las historias de Cristo a lo largo del año y de sus últimas horas durante la Pascua. A través de la narración de historias durante largos periodos de tiempo, algo cala hondo en nuestra conciencia y se destila como una verdad experimentada que no se puede narrar, ni tampoco negar.
Así que, incluso cuando pienses "Ah, ya lo he oído antes. Cuéntame una nueva", acuérdate de lo que dijo Jesús acerca del vino en las bodas: "Lo viejo es bueno". De hecho, las historias de todas las culturas conocidas comparten una estructura narrativa universal. Alguien tiene que lograr algo, se enfrenta a obstáculos que supera, finalmente lo consigue y regresa a casa. Como un viaje a las tiendas o un héroe en una búsqueda o Dios haciéndose Hombre.
Llegamos a conocer a Jesús a través de una historia frecuentemente repetida, pero también como una historia que, por elevada que sea, también se parece misteriosamente a mi historia personal. No es casualidad que Jesús fuera también un maestro narrador, como veremos mañana.
Laurence Freeman, OSB.