Hoy es el gran momento de Juan el Bautista. Jesús, a quien reconoció y bautizó como su sucesor, lo reconoce ahora públicamente. Da testimonio de su importancia única como puente entre la antigua y la nueva alianza, la Ley y el Reino. No hay nada de la competitividad vergonzosamente evidente entre los líderes del mundo político, académico, del espectáculo o de los negocios. Tal vez sea porque sabe que ambos están destinados a un fracaso catastrófico. Rara vez competimos con alguien por ser el mayor fracasado.
Para cada uno de ellos, su sabiduría se forjó en la experiencia del desierto. Tras ellos vendría un ejército de discípulos que también serían moradores del desierto y que describieron la ciencia de la práctica del desierto fundada en el arte de la oración del corazón. Como todos los habitantes del desierto -incluidos todos los meditadores- saben, el trabajo se realiza simultáneamente en el cuerpo, a través de los múltiples niveles de la mente y con el poder del espíritu.
La primera etapa de esta adquisición de sabiduría es la más corta: el entusiasmo. Nos pone en marcha con el primer fervor de la conversión o del apego romántico (“¡He encontrado todo lo que siempre había buscado!”), pero luego nos exige que nos comprometamos o que volvamos a movernos.
Si elegimos el compromiso, que es un estrechamiento de las opciones que precede a la dilatación del corazón, llega la acedia. La nuestra es la Edad de la Acedia, por lo que es difícil de reconocer y se confunde fácilmente con la depresión (o tal vez sea una forma de ésta). Significa literalmente falta de cuidado, de preocupación y de precisión. Nos hace descuidados con nuestro trabajo e incapaces de disfrutar de las cosas que normalmente nos hacen disfrutar. Sus síntomas son dormir demasiado, comer en exceso, tener pensamientos suicidas, sentirnos culpables por perder el tiempo, ver programas de telerrealidad. Su dinámica tóxica es la resistencia a la invitación a amar.
Después de atravesar la acedia, entramos en la apatheia, que es lo contrario de la apatía. Es la salud del alma plenamente enérgica y la ecuanimidad poderosa. Desata la creatividad y la compasión como recursos naturales que fluyen libremente. En los días buenos, otorga la espontaneidad para celebrar y alabar. En los días malos, nos da la estabilidad necesaria para mantenernos a flote y atravesar las olas.
Los maestros del desierto decían que ágape es hijo de apatheia. Es el amor de Dios por nosotros y crea nuestro amor recíproco por Dios, ilimitado y aterradoramente, pero seductoramente, incondicional.
Cuando este ciclo de la experiencia del desierto se repite suficientemente en los elegidos, produce los profetas que hemos estado esperando y, finalmente, el que todos hemos estado esperando desde el principio.