Reflexiones de Cuaresma 2022
Un centurión que estaba junto a la Cruz escuchó las últimas palabras de Jesús, el cual entregaba su espíritu a las manos de su Padre y exhalaba su último aliento. El centurión dijo: ‘este era un hombre grande y bueno’.
Es lo menos que podemos decir de Jesús. Su enseñanza y su forma de vivir y morir dan testimonio de una autenticidad muy rara en el ser humano. Miramos a Jesús y vemos un gran maestro de humanidad, un modelo de lo que significa la humanidad y un ejemplo de lo que podemos aspirar. Pero como nos parece ejemplar, y llegamos tarde al trabajo de aprender lo que enseña, es más fácil ponerlo en un pedestal y adorarlo desde lejos. Esto es malinterpretar radicalmente su enseñanza y su ejemplo. No los llamo siervos… los llamo amigos”. Yo en ellos y ustedes en mí, que sean perfectamente uno”. El que crea en mí hará las obras que yo he hecho, harán hazañas aún mayores, porque yo voy al Padre”.
La historia que leímos ayer y con la que entramos en la Semana Santa es -debería ser- muy inquietante para todos, especialmente para los que se consideran sus discípulos. Cambia la forma de vernos a nosotros mismos, nuestra vida, la muerte y el sentido último. Nos sacude bruscamente – tal como sacudió a los discípulos dormidos en Getsemaní- para despertarnos de la complacencia. Nos pregunta: “¿Quién dicen que soy? Si elegimos escuchar y considerar nuestra respuesta, caemos sobre el horizonte de todo lo que creemos que somos en un autoconocimiento que se sumerge en Dios, el ser sin fin.
Pero esto ocurre sin perder nuestra humanidad. Pero nuestra humanidad debe ser entregada y transformada por completo. Nos volvemos inhumanos, menos humanos, cuando no vemos esta condición de nuestra existencia. Entonces somos capaces de crucificar a un inocente grande y bueno, de bombardear a mujeres y niños inocentes y de asesinar a los ciudadanos de Bucha. Sin conocernos a nosotros mismos no podemos ser lo que Jesús nos enseña que somos.
Dios está presente en todas partes y, sin embargo, es incognoscible. Pero, cuando nos deslizamos por el horizonte del ego, también lo está nuestro Ser. Conocer a Dios y a nuestro Ser significa entrar en un camino de desconocimiento en el que ver ocurre más allá del filtro de la división.
Dios está siempre ausente, como objeto. Sólo se puede conocer a Dios participando en su propio autoconocimiento, lo que no significa enamorarse de Dios sino caer en el amor que es Dios. Por mi parte, el “yo” que pienso nunca es feliz ni se realiza porque es una obra en curso que puede cerrarse en cualquier momento por falta de fondos o ser invadida por fuerzas extrañas.
En la Semana Santa, el Espíritu que Jesús insufló en la humanidad nos guía a mirar el abismo que tememos. Nos enseña todo lo que encontramos a través de la pérdida.