El ímpetu que sentimos cuando decidimos comenzar a meditar es casi siempre a partir del momento en que nos enfrentamos con algo fuera de lo ordinario, algo que nos impacta fuera de nuestra percepción ordinaria de la realidad. Puede ser un punto de crisis o un hecho mayúsculo dentro de nuestra vida, cuando la aparentemente segura e inamovible realidad en la que vivimos de pronto se desmorona: somos rechazados por un individuo o grupo, nos enfrentamos con el fracaso, la pérdida de la auto-estima, perdemos un trabajo valioso o nuestra salud nos traiciona repentinamente. El resultado de todo ello puede ser un rechazo a aceptar los cambios, un descenso a la negatividad, el descreimiento o la desesperación. O, contrariamente, enfrentados con el hecho que nuestra realidad no es inmutable como pensábamos que era, podemos encarar el desafío de observarnos a nosotros mismos, a nuestro esquema habitual de vida, a nuestras opiniones o valores, con otros ojos.
Algunas veces puede tornarse en un momento de belleza exquisita que nos permite ser conscientes que hay más para ver. Bede Griffiths, monje benedictino e historiador, describe de qué manera el despertar a la verdadera realidad no surgió en su vida a partir de una crisis sino a partir de la contemplación de la Naturaleza. Describe en su libro “El hilo dorado”, cómo fue llevado por el canto maravilloso de un pájaro en medio de las plantas florecidas, a un profundo sentimiento de maravilla frente a la puesta del sol. El sintió que estaba siendo consciente de “otro mundo de belleza y misterio”, y que particularmente, durante muchos atardeceres sentía la presencia “de un misterio insondable”.
No siempre es tan dramático este momento; nuestra conciencia perceptiva varía enormemente de una persona a la otra y de un momento para otro. Algunos de nosotros podemos haber tenido un momento de “trascendencia”, un despertar a una realidad diferente, un escape de la prisión del ego, mientras escuchábamos música, leíamos poesía o mientras quedábamos absorbidos por un trabajo artesanal. Otros tal vez nunca han sido conscientes de un momento de intuición, pero no obstante, en cierto nivel siempre han sido conscientes de la existencia de una realidad más elevada y, sin saberlo, se han sintonizado gradualmente con esta realidad.
Bastante tempranamente en nuestra meditación, a menudo tocamos la experiencia de una verdadera paz. Momentos como estos, -cuando somos liberados de la auto preocupación-, son dones divinos. En cualquier caso, el vislumbrar no es el fin, sino el principio: un ímpetu para crecer. Las ansias de saber más sobre esta realidad intuida se fortalecen y miramos a nuestro alrededor para encontrar aquellos que puedan ayudarnos a enfrentarla. En este punto, de una forma u otra, descubrimos la meditación. Es el comienzo del trabajo de clarificación e integración de la experiencia que permite el ascenso al despertar espiritual, la autenticidad personal y la verdad transpersonal.
El hecho que una intuición, una percepción de otra realidad, sea el comienzo de nuestro camino hacia la oración más profunda, también significa que no podemos llevar a la meditación a nadie que no sienta unas “ansias por más” dentro de su propio ser. Cuando nos sentimos llamados a comenzar un grupo, lo único que podemos hacer es comunicarlo en nuestra comunidad o iglesia, e invitar a la gente, pero si ellos tomarán la meditación como una disciplina de oración o no, no está en nuestras manos, sino que es un don divino. No podemos “convertir” a los demás para la meditación, solo podemos darles la bienvenida y animarlos a continuar, pero será su libre elección el tomar o no nuestro ofrecimiento.