La remota estatua de María en el paisaje rural irlandés ha evitado a vándalos e iconoclastas. Sin embargo, en el siglo IX, la controversia iconoclasta en el cristianismo oriental provocó la destrucción generalizada de muchas obras de arte sacro. Cuesta creerlo hoy en día, cuando es difícil entrar en muchas iglesias ortodoxas, tan llenas de iconos.
La mente religiosa, especialmente cuando está influida políticamente, tiene un conflicto sin resolver sobre el valor de las imágenes. El Islam y el judaísmo las rechazan por completo. Hace veinte años, los talibanes conmocionaron al mundo al volar por los aires las estatuas de Buda del siglo VI en Bamiyán, que se alzaban sobre la antigua Ruta de la Seda. En la Inglaterra del siglo XVII, los puritanos de la Reforma profanaron gran parte del arte medieval de las antiguas catedrales, afortunadamente con la característica moderación inglesa. El gobierno chino hizo lo mismo, más a fondo, con los objetos culturales durante la Revolución Cultural y, más recientemente, dirigió su odio iconoclasta contra los lugares de culto religioso tibetanos. El turismo puede ser hoy el mejor defensor de estas obras de devoción -o idolatría, según se mire-. El devastado yacimiento de Bamiyán es ahora una atracción turística.
San Gregorio de Nisa va detrás de esto con su comentario de que toda imagen de Dios es un ídolo, empezando por los pensamientos. La enseñanza cristiana más importante aquí es que si la imagen interior o exterior nos distrae del Dios vivo y de nuestra propia verdadera naturaleza como imagen de Dios, entonces se ha convertido en un ídolo. No es necesario destrozar las bellas obras de la imaginación sagrada humana, pero sí tenemos que disolver nuestros apegos interiores a las imágenes mentales y emocionales. El mantra antes que el martillo.
El episodio del Becerro de Oro en la historia del Éxodo, mientras los israelitas caminaban durante sus cuarenta años en el desierto, ilumina la causa y la cura de la idolatría. Cuando Moisés se retrasó en su entrevista con Dios en la montaña, el pueblo se inquietó y dijo: ‘Ven, hagámonos un dios a la cabeza’. Donaron oro, fabricaron el becerro y montaron una fiesta. Lo interesante es lo conscientes y calculadores que eran. Sabían que este dios era su propia creación, igual que la gente que hoy adora el dinero sabe que lo está fabricando. No hay ningún misterio en ello, salvo el fenómeno del “entorpecimiento deliberado”, mi expresión favorita para referirme al atontamiento de uno mismo. Nada sagrado, trascendente o profundo. Sólo una técnica para evitar lo que no queremos afrontar en nosotros mismos. Para los israelitas fue su incapacidad para enfrentarse al vacío de la espera, la experiencia del desierto. El horror del vacío pronto se convierte en el horror de un dios creado que carece de divinidad y por ende es un demonio. Y sabemos lo que son los demonios: gula, lujuria avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y orgullo, por nombrar algunos.
Hasta aquí, la causa. A continuación, la cura para la idolatría. Moisés regresa portando las tablas de piedra con la ley escritas por la propia mano de Dios (una obra de arte bastante valiosa) y, enfurecido, rompe las tablas. La iconoclasia definitiva. Incluso la Ley de Dios puede ser un ídolo. Luego destruye el becerro de oro, lo muele hasta hacerlo polvo, le añade agua y se lo hace beber al pueblo. Debía de tener un sabor horrible, pero el veneno era la medicina.
Laurence Freeman
Traducción: Gabriela Howson, WCCM Argentina