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Viernes de la quinta semana de Cuaresma

Hay una escena de una obra de Shakespeare que siempre me hace sentir mariposas en el estómago. Gloucester, un anciano ciego, solo y desesperado, quiere quitarse la vida. Edgar, su hijo, se encuentra con él, pero va disfrazado. Lo lleva a un lugar a nivel del suelo, pero lo persuade de que están parados al borde de un alto acantilado. “Qué mareo es lanzar la mirada tan bajo”, dice, y luego conjura, usando palabras que hacen sentir mareado a su padre, la sensación exacta de mirar hacia abajo desde una gran altura. Gloucester convencido de que está en el borde de un acantilado, despide a Edgar y salta. De hecho, solo cae al suelo. Edgar interpreta a otro personaje en la playa que lo encuentra ileso después de su “caída de cabeza”. “Tu vida es un milagro”, le dice a su padre, quien pronto se convierte de nuevo a la esperanza de la vida y responde: “de ahora en adelante soportaré la aflicción hasta que grite por sí misma ‘¡basta, basta!’ y muera”. Había aprendido, a través de un engaño amoroso, a abrazar su propia ansiedad.

Kierkegaard define la ansiedad, de la cual ningún ser humano está exento, como nuestro sentimiento inquietante de libertad ante la “posibilidad de la posibilidad”. De manera diferente, pero también se imagina parado en el borde de un acantilado o un edificio alto. Al mirar hacia abajo, sentimos náuseas ante la idea de caer y también sentimos un impulso aterrador de saltar. Debemos elegir entre posibilidades terribles. Al igual que Shakespeare, Kierkegaard llama a esto “mareo”: el “mareo de la libertad”.

El nacimiento y la muerte están estrechamente relacionadas y nos asustan por igual. El trauma del nacimiento crea la ansiedad por la muerte. Atrapados por el miedo, buscamos algo, en cualquier lugar, en lo que podamos poner nuestras esperanzas, a menudo poniéndonos en un peligro mayor, al crear falsas esperanzas en falsos mesías. Nuestro mareo y sentido de desubicación se salen de control.

La ansiedad es como una energía que se acumula en el inconsciente. Sin embargo, “no hay nada oculto que no vaya a ser conocido”. La liberación de la ansiedad y del miedo implica metanoia, la expansión de la conciencia, desde la inconsciencia hasta la o trascendencia del yo. Esto significa pasar de ser controlados por fuerzas desconocidas, con las que nos obsesionamos ignorando lo que son, a un lugar de libertad donde hemos eliminado el bloque de autoconsciencia y vemos lo que es real y lo que no lo es.

Sentimos vagamente la ansiedad sin poder identificar ninguna causa de miedo. Si crece fuera de control, se apodera de nuestra vida. La vemos avanzar en nuestras mentes como una marea entrante que no podemos detener. No podemos derrotarla ni escapar de ella, por lo que debemos aceptarla. Este es un proceso de vida. En algunos momentos podemos tener grandes batallas con nuestra ansiedad. En otros son pequeñas escaramuzas. Poco a poco, sin embargo, aprendemos a enfrentarla y abrazarla, y luego a dar la bienvenida a las energías liberadas y transformadas que fluyen hacia nosotros. Nos fortalecen para la vida con una libertad y vitalidad inesperadas.

Abrazar la ansiedad es el trabajo de la contemplación. Al aceptarla, encontramos, en lugar del vaivén del miedo y la esperanza, una paz más allá del entendimiento, nacida de la confianza simple y pura en el fundamento de nuestro ser.

Reconoceremos todo esto nuevamente en la Semana Santa. La Pasión de Cristo nos enseñará a caer o incluso a saltar si es necesario, pero, de cualquier manera, a confiar.

Laurence Freeman OSB

Traducción: Ramón Bazán, WCCM México

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