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Carta 34 – Ciclo 2: El Cristo Interior

Hemos estado hablando de cómo el cerebro es un maravilloso instrumento dado por Dios, el cual nos permite sintonizar diferentes realidades. Este modo diferente de percepción, esta metanoia, puede ir dándose gradualmente al meditar fielmente con toda nuestra amorosa atención enfocada en nuestro mantra, nuestra dedicación y nuestro amoroso compromiso con nuestro camino se acentúan por el funcionamiento de la gracia. Pero esto también puede suceder como un repentino y único evento lleno de gracia.

La experiencia de San Pablo es un ejemplo especialmente sorprendente de esto último. Su conocimiento de Jesús no estaba basado en encuentros personales, de haber escuchado sus enseñanzas sentado a sus pies, él no lo conoció “personalmente” (en carne y hueso). Conoció a Jesús mientras iba camino a Damasco en una visión cegadora y oyó su voz. “Mientras todavía estaba en el camino acercándose a Damasco, una luz que venía del cielo lo envolvió de improviso con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que decía: Saulo, Saulo ¿por qué me persigues? ¿Quién eres tú, Señor? La voz respondió: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate y entra en la ciudad, allí te dirán qué debes hacer.” (Hechos 9: 3-7)

La visión de Pablo fue una experiencia transpersonal, conoció al Cristo resucitado quien repentinamente cambió su vida por completo: de perseguidor a apóstol. La repentina iluminación incluso lo dejó ciego durante un tiempo: “cuando abrió sus ojos no podía ver”. La oración y la imposición de manos hizo “caer escamas de sus ojos, y recuperó la visión.” Entonces pudo percibir la realidad corriente a la luz de su experiencia de la Realidad Divina Superior.

Lo inesperado de su experiencia la hizo tan pasmosa, que vivió durante tres años en Arabia tratando de entender esta revelación antes de atender el llamado de llevar el mensaje de Jesús a los paganos. Toda la enseñanza de Pablo surge de esta experiencia. Es el Cristo resucitado, a quien Pablo encontró y quien lo guió desde entonces como el espíritu de Cristo vivo en el corazón humano. Sin embargo, esta experiencia no fue motivo de vanagloria sino un llamado a servir, a propagar las Buenas Nuevas.

“Pablo, al igual que los místicos subsiguientes, enfatiza la prioridad de la experiencia por sobre la afición de la gente religiosa a polemizar sobre meras palabras que no hacen bien sino que solo sirven “para perdición de quienes las escuchan” (2Timoteo 2:14). Sin embargo, posteriores maestros en la tradición mística, influenciados por el modelo que estableció San Pablo, advirtieron acerca del peligro de quedar atrapados en las experiencias por sí mismas… El misticismo cristiano se concentra no solamente en la experiencia subjetiva, que tan fácilmente puede inflar el ego, sino más bien en el trabajo de Dios en el contexto más grande del mundo y del servicio a los demás. Así, Juliana de Norwich interpreta la tradición cuando comprende que sus “revelaciones de amor divino” les fueron dadas para beneficio de los demás” (Laurence Freeman).

La experiencia del “Cristo Interior”, las experiencias durante la meditación, no tienen valor por sí mismas. Debemos estar alertas: al ego le apasiona sabotear nuestras experiencias espirituales, usándolas para aumentar nuestra estima a los ojos de los demás. Solo tienen verdadero significado, cuando se convierten en una fuerza transformadora en nuestro ser que nos cambia de ser personas que solamente piensan en sí mismas, a ser otras que se interesan por los demás. Solo un aumento en el amor es prueba de que el espíritu de Cristo está trabajando en nuestro ser.

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