Suena increíble, casi irrealizable cuando recién comenzamos a aprender a meditar, que la disciplina de repetir esta pequeña palabra, nuestro mantra, pueda ser un profundo camino espiritual que transforma gradualmente nuestra vida de una manera profunda. Pero es así. Piensa en la semilla de mostaza a la que se refiere Jesús en el Evangelio, que luego se transforma en un gigantesco árbol y los pájaros del cielo hacen su nido en él y descansan en sus ramas.
El mantra es exactamente lo mismo. Es una palabra muy cortita, una pequeña semilla de fe, pero nos arraiga por debajo de lo efímero, más allá de las cosas pasajeras. Nos arraiga en esa realidad eterna a la que llamamos Dios. El mantra es una expresión de nuestra fe y de nuestro amor. Si quieres, es un sacramento, en el sentido que es una expresión exterior de nuestra fe interior de la presencia de Dios en nuestro corazón. En nuestra meditación, todos nuestros sentimientos de fe, amor, devoción, alabanza y agradecimiento, están contenidos en la repetición fiel e incondicional de la palabra. La repetición del mantra es el camino de la oración que nos conduce a la condición de silencio y quietud, de simplicidad, de pobreza de espíritu, de total y desapegada atención a la presencia del Espíritu Santo que nos habita. Es el camino del silencio, de la quietud, de la simplicidad, del compromiso, de la disciplina, de la pobreza de espíritu, de dejar nuestro yo de lado, de fe, de sacrificio, de generosidad, y entonces, de amor. El camino “de” también es el camino “a”. El camino al silencio es también el camino del silencio. No sorprende entonces que la fidelidad a la repetición del mantra nos conduzca al desarrollo de estos atributos espirituales en nuestra vida. El mantra es el camino que nos posibilita trascender las distracciones y las maquinaciones de nuestro ego durante nuestra meditación.