El evangelio de hoy trata como solemos llamarlo, del Hijo Pródigo. Pero más exactamente es la parábola de los dos hermanos. Son como dos gotas de agua, de naturalezas opuestas y, sin embargo, muy parecidas. La interpretación convencional de la historia es que trata del pecado y el arrepentimiento de uno y de la dureza de corazón del otro. El significado más profundo es no juzgar por las apariencias e incluso no juzgar de ningún modo.
Jesús enseñaba a través de historias porque son un mejor medio para transmitir este tipo de significado. Las historias se adaptan para ajustarse a la capacidad limitada de cada oyente para entender. De esta manera, todo el mundo se lleva algo, aunque sólo sea un pequeño bocado de la cereza. Por lo general, sus parábolas están cargadas de una intención invisible. Los opuestos se reconcilian a la vez que se trascienden. Sin embargo, son demasiado sencillas de entender al principio y las desactivamos mediante una interpretación moralista que mantiene los opuestos polarizados de forma segura. Por lo tanto, nada realmente cambia. Jesús no era un moralista, sino un maestro de la sabiduría de la paradoja.
El hermano menor toma su parte del pastel y huye de casa para despilfarrarlo antes de darse cuenta y regresar a casa con su discurso aprendido de memoria y su cola engañosamente entre las piernas. Nunca me convenció la falta de sinceridad de su disculpa (Padre, he pecado contra el cielo y contra ti..) Es lo que él cree, que persuadirá a su padre para que no le castigue severamente. “Devuélveme mi posición privilegiada y seré a partir de ahora un buen chico”. Por el contrario, el hermano mayor, que se ha quedado en casa, ha trabajado duro en todo y tiene un alto crédito moral, se amarga, se enfada y se pone celoso cuando ve que no hay un castigo justo para su hermano por hacer lo que él quizá quería hacer pero no hizo. (Nunca me has hecho una fiesta, pero prodigas todos tus favores y atenciones a este irresponsable hermano mío).
El hermano menor no recibe ningún castigo ni siquiera juicio. El Padre simplemente está abrumadoramente feliz de tenerlo de vuelta. Si esta es la naturaleza de Dios, nos espera una sorpresa cuando todo nuestro juicio de los demás y de nosotros mismos se derrumbe ante un amor que quema el pasado e ilumina en un destello de relámpago lo que ha estado en la oscuridad durante tanto tiempo.
La reacción negativa del hermano mayor no evoca la ira o la amenaza de su padre, sino la extraña realidad del anhelo divino por nosotros. Se revela con una transparencia desarmante: una declaración de amor que nos sumerge en las verdades más íntimas de la sabiduría mística y en la autorrevelación del amor divino: “Tú estás siempre conmigo y todo lo que tengo es tuyo”. Esta afirmación última de la naturaleza de Dios trasciende nuestra capacidad de juicio moral. La revelación de la finalidad de la existencia hace que el juicio sea cosa del pasado. Estamos escuchando una declaración de amor a lo humano por parte de la fuente del ser y nos toca en toda nuestra indignidad e insuficiencia.
Los dos niños no podrían ser más diferentes. Uno muestra al egoísta que busca el placer y la realización personal. El otro muestra el ego autosatisfecho que anhela secretamente ser reconocido y aprobado. Sin embargo, se parecen dolorosamente en su total incapacidad para comprender la naturaleza del amor del padre por cada uno de ellos en igual medida, el que se perdió y fue encontrado y el otro que nunca se alejó.
La misma luz del sol cae sobre buenos y malos por igual, transfigurándolos a ambos.
Laurence Freeman
Traducción: Eduardo de la Fuente, WCCM Argentina