Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

Lunes de la tercera semana de Cuaresma

Tomaba un vuelo muy temprano, a las seis de la mañana. Después de pasar el control de seguridad, tuve que recorrer un camino astutamente sinuoso a través de la deslumbrante jungla de perfumes, alcohol, chocolates, cigarrillos y cosméticos y todas las demás cosas que hacen que la vida moderna valga la pena y hacen a nuestro modo de vida. Multitudes de viajeros se reunían entusiasmados en un frenesí de curiosear y comprar, o mejor descrito como una compulsividad adictiva y sorda. Al otro lado de esto, encontré un oasis para desayunar, té y tostadas, quizá con un huevo aunque aún no lo había decidido. Unos camareros sonrientes que debían de haberse levantado a las tres de la mañana, como yo, me condujeron a una mesa. Desde allí había que ir a la barra a pedir. La mayoría de los clientes pedían bandejas de bebidas como si fuera una noche en el pub. Un hombre sediento y de aspecto serio se bebió dos whiskys mientras esperaba. No había anotado el número de mi mesa, así que volví atrás y memoricé “34”. A partir de entonces todo fue sencillo. Después de desayunar, recordando que estaba allí para tomar un avión y no para consumir, salí a mirar los horarios de partidas. Comprobé el número de la puerta de embarque. También era, extrañamente, la “34”. ¿Me despierto o me duermo?

Como solía decir un amigo irlandés con una significativa inclinación de cabeza sobre cosas extrañas como ésta: “sólo sirve para demostrar”. Rara vez decía lo que se demostraba. Hay muchas cosas que no podemos explicar y tenemos que relegar al silencio, pequeñas coincidencias que te paran en seco por un momento o grandes pérdidas que lleva una vida procesar. Tenemos que guardarlas u olvidarlas para poder seguir con otras cosas, como por ejemplo no llegar a un aeropuerto antes del amanecer y perder el vuelo porque has pasado demasiado tiempo de compras. Así que dejé el ’34’ colgado sin resolver, después de pensar que si hubiera sido el ’35’ podría haber tenido más sentido. (Sugerencias, por favor.)

Más tarde, hablaba con un amigo que describía algo difícil de verbalizar. Entendí lo que quería decir pero, como él, no encontraba la palabra adecuada. Se trataba de encontrar algo en una relación que se había interrumpido, que había desaparecido y que se temía haber perdido. Cuando volvía silenciosamente, era como si se hubiera ido sólo para poner a prueba la relación, para mostrar lo que la propia relación podía significar. Mi amigo intentaba articular ese tipo de sentimiento concreto y sutilmente innombrable. Puede aparecer cuando encuentras algo que creías haber perdido y que habías dejado ir. Quizá sepas a qué me refiero.

Encontrar la palabra para describir algo así puede parecer una necesidad urgente. Uno se resiste a seleccionar las palabras obvias porque todas suenan, ¿qué?, incompletas, se quedan cortas. Quizá se necesite un poema para expresar lo inexpresable mediante la mágica combinación de sonido y sentido. Sin embargo, entre personas, el intento y el fracaso conjuntos por encontrar la palabra adecuada también pueden ser expresivos. El silencio de la búsqueda infructuosa crea conexión y una clara comprensión compartida. Las limitaciones de las palabras pueden entonces relegarse pacíficamente al silencio. El desierto de ese silencio florece en alegría. Es muy diferente a la perdida de tiempo en el free shop y sus falsas pretensiones de devolvernos la felicidad que hemos perdido. A veces, la mejor manera de encontrar lo que buscas es admitir que lo has perdido para siempre.

La foto que acompaña a las reflexiones de esta semana muestra la estatua de una María solitaria que contempla un vasto y hermoso vacío natural en el condado de Cork (Irlanda). 

Laurence Freeman 


Traducción: Gabriela Howson, WCCM Argentina

Derechos Reservados (c) 2024
WCCM Latinoamérica