Un día de invierno, mientras caminaba por las colinas de una zona silvestre de Irlanda, me encontré con la presencia de María que aparecía entre la niebla. Su estatua contemplaba el sombrío valle mientras la niebla la envolvía. Me conmovió su soledad y la imagen de una compasión sincera, a la vez con un poderoso distanciamiento y una dulzura que lo abarcaba todo, pero que también era casi impersonal. Me recordó la profunda reverencia a María y a la divinidad femenina en la psique irlandesa a lo largo de siglos de devoción espiritual y ocupación extranjera.
Muchos reportes de apariciones, que no admiten explicación racional, comparten elementos comunes, como apariciones directas a niños sencillos y pobres, más que a sacerdotes u obispos o adultos devotos, y su llamado a la justicia social y a la paz, así como siempre a una oración más profunda. A menudo, estas apariciones han tenido lugar en tiempos y lugares de conflicto. Es característico que al principio los reportes de los niños sean rechazados por las autoridades eclesiásticas. (Me gusta la historia de una niña que contó lo que había visto al obispo, quien la despidió con rudeza e intentó humillarla. La niña respondió: “Me ha dicho que le cuente lo que acabo de decir. No me dijo que tenía que convencerte’).
Para mucha gente estas cosas son difíciles de entender, en parte porque no se pueden racionalizar, ni siquiera se pueden tratar de explicar psicológicamente. De hecho, apunta a otra dimensión de la realidad y es un auténtico elemento de una posible respuesta religiosa a la vida. En los años 70, cuando miles de vietnamitas desplazados huían de su país devastado por la guerra en pequeñas embarcaciones por mares peligrosos, muchos nunca llegaron a la costa. Una embarcación sobrevivió a una feroz tormenta y, al desembarcar, los pasajeros describieron una aparición, la de Kwan Ying, la diosa budista maternal de la compasión, quien los consoló y acompañó en el peor momento de la tormenta, cuando estaban a punto de hundirse.
Para sobrevivir a nuestra tormenta actual necesitamos una realineación de lo femenino en una cultura patriarcal global. Profundizar en nuestro sentido de la realidad y del Dios vivo es esencial, pero implica algo más que cambiar el lenguaje (aunque es un paso necesario). No existe una palabra única, excepto el término anónimo “padre”, para transmitir la paternidad-maternidad de Dios. Otra palabra que hay que transmitir al silencio.
El día de Todos los Santos de 1950, el poco liberal Papa Pío XII anunció el dogma de la Asunción. Había sido una creencia, ahora institucionalizada, y mantenida durante mucho tiempo por muchos cristianos . Para muchos podía parecer anticuada. Carl Jung la consideraba de una importancia simbólica suprema: el “hieros gamos (matrimonio sagrado) en el pleroma” que presagia el futuro nacimiento del niño divino. Consideró el anuncio como un intento, sin duda inconsciente, de la Iglesia católica de alejarse de lo “puramente” espiritual y masculino. Hace poco me di cuenta de que otra gran mente de esta época, Jean Gebser, también pensaba que se trataba de una “renuncia a la paternidad de Dios, excesivamente enfatizada, que es en sí misma una reducción de lo divino y una restitución del principio materno a sus derechos”. ¿Es esto lo que buscaba María en el desierto cuaresmal irlandés?
Lo importante es señalar un futuro nacimiento de la humanidad como una nueva “mutación”. Una condición previa para ello, que necesita un inmenso amor maternal, es reconocer el fracaso total de nuestra etapa actual de existencia humana.
Laurence Freeman
Traducción: Gabriela Howson, WCCM Argentina