28 de marzo de 2024
La idea del sacrificio nos sumerge en la forma en que los seres humanos vivimos y comprendemos la vida. Estamos dispuestos a renunciar a nosotros mismos por el bien de nuestros hijos, país, causa o amigos a quienes amamos. La paternidad es una ofrenda de sacrificio que se prolonga durante muchos años. Pero también la idea del sacrificio ha conformado la conciencia religiosa desde los albores de los tiempos.
Cuando entramos en la forma mágica de ver el mundo, el sacrificio se convirtió en una herramienta de influencia en las fuerzas superiores y en los dioses que nos controlaban. Les hacemos ofrendas para que sean misericordiosos y nos concedan aquello que les pedimos. Más profundo que la magia, sin embargo, el sacrificio también podía iluminar la profunda y amorosa implicación de la humanidad y los poderes divinos. En la mitología azteca, Nanativatzin era el más humilde de los dioses. Para poder seguir brillando como el sol que da la vida sobre la tierra y sus habitantes, se inmoló.
La Eucaristía cumple esta práctica religiosa primordial y supera el dualismo que separa a Dios de la humanidad y de la propia comunidad. Ya no necesitamos magia y no tenemos miedo en celebrar la gran unidad. Hay una gran diversidad en la forma en que las distintas tradiciones expresan cómo el compartir el pan y el vino unifica la ofrenda que hace Jesús de sí mismo tanto con la Última Cena como en la Cruz. Sin embargo, ninguno de los diferentes estilos de Eucaristía, con sus diferentes teologías, se celebraría si no fuera porque al hacerlo acrecentamos nuestra conciencia de su presencia real, en la comunión de los creyentes, en la Palabra y en la cotidianidad del pan y del vino.
En su poético relato de su experiencia mística de Cristo, Simone Weil incluyó un momento eucarístico realista:
“Aquel pan tenía verdaderamente sabor a pan... el vino sabía a sol y a la tierra sobre la que estaba construida aquella ciudad"
Aunque la Eucaristía ha sido terriblemente politizada y explotada a lo largo de la historia, sobrevive en su libertad original y espiritual como símbolo tanto de la unidad esencial como de la salvaje diversidad de la fe cristiana. Sobrevivirá a la actual deconstrucción de las instituciones y será redescubierta como sacramento del Cuerpo místico que expresa y alimenta la vida contemplativa.
Laurence Freeman, OSB.