En la carta anterior hablamos de lo que podía sucedernos en nuestro viaje de meditación. Comenzamos con entusiasmo, nuestro compromiso con la práctica diaria crece, pero inevitablemente a su tiempo conocemos al demonio de la “acedia”. Comenzamos a sentirnos aburridos e inquietos, nos sentimos como si ingresáramos a un desierto. Hablando de esta experiencia de “desierto” Thomas Merton dijo: ”Sólo cuando somos capaces de abandonar todo dentro de nosotros, todo deseo de ver, de saber, de gustar y de experimentar la consolidación de Dios, sólo entonces somos verdaderamente capaces de experimentar Su presencia”.
Requiere, por lo tanto, un “abandono” y así esta “experiencia de desierto” se convierte en una experiencia purificadora. Es un desafío para superar nuestro egoísmo y meditar sin esperar recompensa, sin conocimiento de que el Espíritu nos está guiando a meditar aún cuando esas profundas distracciones nos asalten. Siempre que perseveremos y nos sentemos fielmente para vivir nuestra práctica, finalmente romperemos toda resistencia y seremos llevados al verdadero autoconocimiento, purificados y fortalecidos. De esta forma el desierto es también nuestro camino a la Tierra Prometida, ya que de acuerdo a las palabras del Padre del Desierto Evagrio: “Ningún otro demonio sigue de cerca al demonio de la acedia, sólo un estado de profunda paz y alegría inexplicable surge de esta lucha”.
A esta profunda paz e inexplicable alegría los Padres y las Madres del Desierto la llamaban “apatheia”, una calma profunda e imperturbable, un alma verdaderamente curada. Ellos sabían que la “apatheia” o “pureza del corazón” era el pre requisito para entrar al “Reino de Dios”, para estar en la Presencia de Dios.
“Lo que más buscaron los padres fue su propio ser verdadero en Cristo. Y para hacerlo, tuvieron que rechazar completamente al ser falso, auto fabricado en el “mundo” bajo la presión social” (Thomas Merton).
Nuestro “ser verdadero en Cristo” brilla, por lo tanto, cuando nuestros pensamientos y nuestros sentimientos han sido aquietados, cuando las máscaras del ego y las falsas imágenes del ser se han desplomado y las emociones están purificadas, entonces nos vemos a nosotros mismos como “niños de Dios”, hechos a imagen y semejanza de Dios. Esta calma, este éxtasis, esta paz y alegría es al mismo tiempo perfecta conciencia, super atención. Entonces estamos “completamente vivos”. Desde allí surge la etapa final de “ágape”, la mayor experiencia de todas, el sentido de unidad y conciencia del amor universal, incondicional de Dios. Se trascienden las formas y todos los conceptos de la mente del mundo que conocemos. Sabemos que “Dios no tiene cantidad ni forma externa” y “con asombro vemos la luz de nuestro propio espíritu y sabemos que esa luz es algo más que nuestro espíritu y sin embargo es la fuente de El” (John Main). Sabemos que nuestro espíritu es uno con el Espíritu. Hemos entrado en la corriente de amor entre el Creador y lo creado. Hemos llegado a casa.