La semana pasada vimos que la conciencia mística es tan vieja como la humanidad. La mayoría de los grandes científicos de nuestro tiempo llegaron a ver al mundo de este modo – en forma armoniosa y reverencial. Las raíces de lo que llamamos la tradición mística cristiana anteceden pues, al Jesús histórico. Esto es coherente con la teología de la Encarnación según la cual la Palabra eterna entró al tiempo y al espacio en la persona de Jesús de un modo sin precedentes e irrepetible. Vale la pena demorarse en esta paradoja de “tempeternity” (tiempoeternidad) – Raimon Panikkar usa esta palabra para referirse a la integración del tiempo y la eternidad en un solo concepto – porque ilustra lo diferente de la experiencia cristiana. También ella explica por qué las Escrituras y las palabras de Jesús pueden interpretarse de maneras tan distintas. Este mismo misterio nos muestra cómo formamos parte de los intereses comunes de la humanidad mediante una profunda incursión en nuestra propia tradición. Permaneciendo en nuestra propia fe – siempre que nos zambullamos en sus profundidades – emergemos donde Jesús Resucitado sale a nuestro encuentro en un reino sin fronteras. Nunca como ahora el mundo ha necesitado de forma tan urgente, de la sabiduría mística, para trascender su auto destructividad y para impedir que las diferencias se conviertan en divisiones y excusas para la violencia.
Las raíces de la sabiduría mística cristiana se encuentran en los aposentos más profundos del corazón de Jesús. El corazón humano – un símbolo universal de integridad e interioridad - es notablemente difícil de discernir. No podríamos esperar ver en lo profundo del corazón de Jesús si Él no nos hubiera dicho específicamente que nos “había revelado todo lo que he oído de mi Padre” (Juan 15:15). Somos llamados sus amigos, aquellos a quienes no oculta nada. Esta extraña revelación, junto con todo lo que sugiere acerca del vínculo divino con la humanidad, es el centro de la fe cristiana y sustenta todas las interpretaciones de la Cruz y la Resurrección.
Jesús es llamado “maestro” con más frecuencia que de cualquier otra manera en el Nuevo Testamento. Aprendemos de Él, como lo sugiere la palabra discípulo (del latín discere). Como cualquier buen maestro, Jesús comparte lo que sabe abriendo nuestras mentes y expandiendo nuestra capacidad de gnosis, conocimiento adquirido a través de la experiencia personal. Esto es a lo que el Segundo Concilio Vaticano llamó vocación universal de santidad y la razón por la cual pone tanto énfasis en la recuperación de la tradición contemplativa. Uno de los mejores métodos para enseñar de esta forma es hacer preguntas en vez de simplemente suministrar la información. La experiencia mística crece con fuerzas cuando la mente está abierta y eso es lo que provocan las preguntas.
Entre las muchas preguntas que Jesús hace, tal vez la pregunta crucial - que también muestra cómo su experiencia del Padre se hace nuestra - sea “¿quién dicen ustedes que soy?” (Lucas 9:18; Mateo16:15). No es invasiva. Ignórenla si así lo desean. Pero si la escuchamos, nos guía, como a Alicia, por un profundo túnel hasta un mundo de extraordinaria e intensa realidad de iluminación que Jesús llama Reino. Es como si, por escuchar esta pregunta, fuéramos guiados sin darnos cuenta a enfrentar la pregunta básica de la conciencia humana que nos gusta posponer indefinidamente: “¿quién soy?”
Los místicos cristianos siempre han sabido que el auto conocimiento es inseparable de nuestro conocimiento de Dios. “Que pueda conocerme, para que pueda conocerte a Ti”, oraba San Agustín.
El auto conocimiento de Jesús es la base de su humilde autoridad para hacer ésta, su pregunta. La sabiduría mística es humildad. “Sé de donde he venido y hacia donde voy” (Juan 8:14). Es como si Jesús, el maestro de los Evangelios y nuestro maestro interior, quisiera que podamos decir esto de nosotros mismos.
Basileia, la palabra griega para traducir “reino” encuentra una mejor traducción en “reinado”. Esto nos recuerda que el reino de Dios no es un lugar hacia donde vamos o una recompensa que nos ganamos. Es la presencia del ser puro de Dios en el cual se trascienden todas las dualidades, aunque no se destruyen. No puedes decir: “mira, aquí está” o “allí está”, porque en realidad el reino de Dios está dentro/entre ustedes (Lucas: 17:20). La preposición que usa aquí, su, significa tanto dentro como entre, de manera que, como mucha de la gramática que usa San Pablo, evoca matices místicos y sociales. Místicos y morales, contemplativos y activos, los Evangelios son una fecunda fuente infinita de crecimiento espiritual. Cambian de significado de acuerdo con las condiciones en que son leídos y se adaptan a la inteligencia del corazón del lector. La oración contemplativa y la Palabra viva de las Escrituras han formado conjuntamente la tradición mística cristiana. Arraigada en la experiencia de Jesús, la tradición mística cristiana simplemente significa entrar en el Reino a vivir las circunstancias únicas de nuestra vida, en amorosa unión con El, e iluminados por su palabra.
Jesús hizo muchas cosas. Perdonó pecados, curó enfermos, alimentó a los hambrientos, resucitó a los muertos, calmó tempestades, habló en parábolas y siempre se retiró a orar en silencio y solo. Pero el significado de todo lo que dijo e hizo fue el anuncio del Reino. “Las palabras que digo no son mías. El Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme cuando digo: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí.” (Juan 14:10,11)
Esta reivindicación de la unión con Dios y la promesa de Jesús de enviar el Espíritu Santo condujo hasta - con el transcurso de muchos siglos - el modelo trinitario de lenguaje místico cristiano. Sin embargo, como veremos en el curso de las series, este lenguaje es más parecido al que hablamos en nuestras habitaciones que al que usamos en un salón de conferencias. De manera que no es sorprendente que los místicos del cristianismo se hayan enfrentado frecuentemente con sus funcionarios burocráticos. Ni el judaísmo ni el islamismo, nuestras religiones hermanas, tienen un discurso tan intenso sobre la ortodoxia doctrinal. Sin embargo, el místico todavía se siente con frecuencia impulsado, aún a riesgo personal, a encontrar palabras para la experiencia que despertó en el silencio de la unión en el corazón. Jesús, el modelo del cristiano contemplativo, también demostró cómo la experiencia del amor de Dios demanda modos de expresión para provocar una revolución en la conciencia humana.
al Reino a través de una transformación de la conciencia en el otro centro de amor. Las Beatitudes describen cómo es el mundo después. El amor es moneda corriente en el reino y la orden de amar es la gran simplificación que une lo ético y lo místico. El cristianismo es esencialmente una religión mística porque no tiene sentido fuera de la visión de unidad en la cual todos los opuestos se reconcilian. Aún los enemigos se transforman en los que amamos. Jesús enseñó que la contemplación y la no violencia eran los pilares idénticos del Reino.
A medida que el discípulo cristiano llega a ser esto, nutrido por la palabra, los sacramentos, la comunidad y el diálogo con otras religiones, su experiencia se hace nuestra. La experiencia mística cristiana es esencialmente la vida cristiana. A medida que la vivimos vemos que la morada interior de la que canta en sus Discursos de Despedida – “como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Juan 17:21) – no es solo palabras.
Lecturas recomendadas: The Roots of Christian Mysticism, Olivier Clement Jesús el Maestro Interior, Laurence Freeman, Ed. Bonum