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Miércoles de la Segunda Semana de Cuaresma

28 de febrero de 2024

Cuando Teillard de Chardin era joven, se sentía profundamente preocupado por la naturaleza efímera del mundo. Es posible que haya experimentado su primera toma de conciencia sobre la muerte, un momento que puede ser impactante para un niño. Tal vez haya escuchado las palabras de San Juan: "el mundo está pasando junto con sus deseos". Esta idea es muy penetrante. No solo los elementos del mundo, como eventos, personas, objetos y patrones a los que estamos acostumbrados, son transitorios, sino que también lo es el deseo mismo. Lo que anhelamos intensamente hoy, puede desvanecerse en un segundo plano mañana. Incluso nuestras mentes y emociones están en constante cambio.

Ante esta angustia por lo transitorio, Teillard buscó en el mundo algo sólido y permanente. Su exploración de la naturaleza lo llevó a su futuro trabajo. Aunque descubrió que incluso las montañas cambian con el tiempo, su búsqueda tomó un rumbo más profundo.

En nuestra sociedad, estamos acostumbrados a la idea de que todo es temporal y que lo nuevo siempre reemplaza a lo viejo. Nos enfrentamos constantemente a nuevas experiencias, mensajes, personas y actividades, sin darles tiempo para procesar lo que perdemos. Sin embargo, cuando perdemos algo o alguien verdaderamente importante, nos encontramos con un vacío de significado. Nos preguntamos: "¿Es esto todo lo que hay?".

En lugar de buscar algo permanente y encontrarnos con lo efímero, podríamos reflexionar sobre el significado del cambio mismo. Nos damos cuenta de que, de cierta manera, el cambio es lo único constante en la vida. En esta paradoja, encontramos un misterio que nos lleva a ver las cosas desde una perspectiva diferente. No buscamos respuestas o explicaciones, sino una conexión con lo divino, comprendiendo que Dios está más allá de todo esto.

Este cambio en nuestra percepción nos lleva a un autoconocimiento más profundo. Empezamos a ver cómo hemos cambiado a lo largo del tiempo, y cómo aún seguimos siendo nosotros mismos. En lugar de ver nuestra vida como una serie de episodios separados, empezamos a percibir una totalidad en constante evolución. Aunque no podemos ver ni el principio ni el fin, sentimos la conexión entre ambos. ¿Es esta búsqueda de totalidad en constante evolución lo que realmente anhelamos?

Consideremos también nuestro cuerpo, que nos recuerda constantemente nuestra naturaleza cambiante. En él encontramos las claves para comprender el cristianismo, siendo incluso su "lenguaje sagrado". A través de nuestro cuerpo y en el contexto de nuestra totalidad en evolución, podemos comenzar a comprender las referencias a la vida eterna e inmortalidad en las escrituras. Por ejemplo, cuando se habla de que nuestros cuerpos mortales deben transformarse en cuerpos inmortales (1 Corintios 15:53).

Entonces, ¿cuando finalmente alcanzamos esa totalidad, es cuando nuestro cuerpo alcanza su forma final, su última versión?

Laurence Freeman, OSB.