En la tercera carta conocimos al “Demonio de la Acedia”. Como hemos visto, una de las formas en que podemos derrotar a este “Demonio” es por medio de la perseverancia en la meditación / oración, pero esto es difícil. Incluso San Antonio del Desierto, inspirador ejemplo para los Padres y las Madres del Desierto del siglo IV, tuvo que enfrentarse con este problema:
“Cuando el santo Padre Antonio vivía en el desierto, fue acuciado por la acedia y atacado por muchos pensamientos pecaminosos. Le dijo a Dios: “Señor, quiero ser salvado pero estos pensamientos no me abandonan, ¿qué debo hacer en mi aflicción? ¿Cómo puedo ser salvado? Poco tiempo después, cuando se levantó para salir, Antonio vio un hombre igual a sí mismo sentado trabajando, levantándose de su trabajo para rezar, luego sentándose nuevamente y trenzando una soga, luego levantándose nuevamente para rezar. Era un ángel del Señor enviado para corregirlo y tranquilizarlo. El escuchó al ángel diciéndole:”Haz esto y te salvarás”. Antonio se llenó de alegría y valor con estas palabras. Así lo hizo y se salvó.”
Con el tiempo esto se convirtió en la base del modo benedictino de vida: “ora et labora”, el trabajo intercalado habitualmente con tiempos establecidos de oración. Es fácil comprender la lección que esto encierra para nosotros los meditadores, en especial no ceder a la tentación de meditar durante largos períodos a costa del resto de tu vida. Es mejor, especialmente al principio, seguir la disciplina de sentarse dos, o si tu vida lo hace posible, tres veces al día, con regularidad durante un tiempo limitado – 20 a 30 minutos, que el hecho de interrumpir tu vida diaria con la oración.
Con frecuencia cuando nos sentamos a meditar nos damos cuenta de los beneficios y nos tentamos con permanecer por períodos de tiempo cada vez más largos. La tentación de esforzarse para convertirse en un atleta espiritual siempre está latente. Pero si lo hacemos, pronto nos encontramos expuestos al “Demonio de la Acedia”. Después de esto tal vez no tengamos el mismo sentimiento de paz que antes tuvimos.
Pero ¿quién está esforzándose y quién está desilusionado? ¿Quién nos está empujando a hacer esto? ¿A quién le gustan los logros? ¿Quién incluso nos tienta a buscar la estima de los demás? La respuesta es obvia para todos nosotros. Es la parte de nuestra conciencia que nos ayuda a sobrevivir en este mundo, la parte que trata con la realidad material, en la que nos encontramos a nosotros mismos: el “ego”. Al seguir estas incitaciones del ego en cierta forma nos volvemos víctimas de los tres “demonios” principales que distinguió Evagrio, el más importante de los Padres del Desierto: Codicia, Búsqueda de Estima y Orgullo.
Pero meditar es “abandonar el yo”, abandonar los deseos del “ego”, sólo al hacerlo podemos descubrir quiénes somos realmente, “un niño / una niña de Dios”. Bien pueden existir momentos, en que somos tocados por la gracia de Dios y no nos demos cuenta que estábamos orando, pero estos son dones del Espíritu, no logros nuestros.