A veces abandonamos las cosas que nos estorban por un creciente desapego de nuestros condicionamientos y de nuestra necesidad de usar el mundo y a la otra gente como apoyos emocionales. Habrá momentos, fugacísimos, en los que entramos en otra realidad, en el reino espiritual, trascendental, que John Main llama “el nivel de silencio”, donde vemos con asombro la luz de nuestro propio espíritu, “donde hacemos contacto con el terreno de nuestro ser” y “donde experimentamos el vacío”, y donde, según Laurence Freeman, experimentamos “paz, conciencia de la Presencia de Dios,” y donde estamos “de cara al ego desnudo”, el “ego” sin todos sus deseos desordenados y sus heridas emocionales.
Cuando entramos al silencio en esa forma profunda, se activa un modo diferente de conocer: abandonamos nuestra conciencia puramente racional, lógica y comenzamos a entender con un tipo de conocimiento intuitivo más elevado, que es directo e inmediato, al que los antiguos teólogos frecuentemente llamaban “El Ojo del Corazón.” Hemos accedido a la fuente interna de la verdad, de la sabiduría, la conciencia de Cristo en nuestro corazón.
Cuanto más entremos al silencio y a la quietud de la meditación, más clara será nuestra comprensión intuitiva. Simplemente “sabemos.” Esto se derrama en nuestra vida ordinaria y cada vez más seguimos la voz de nuestra intuición. El primer Padre del Desierto, Orígenes, fue el primero en hablar de estos sentidos internos. Él dice que hay cinco sentidos más aparte de nuestros cinco sentidos físicos comunes. El alma también tiene sus ojos, sus oídos (orejas), el sentido del gusto, del olfato y del tacto. Todo el propósito de la meditación es despertar estos sentidos. Luego, al traer la mente al corazón, nuestro ser racional ya no domina más a nuestro ser, sino que nuestro ser intuitivo, nuestro verdadero ser puede infundirse al ego, al ser racional, y los dos se van integrando lentamente. Luego somos verdaderamente un todo completo. Ahora recordamos quiénes somos realmente. La meditación nos ayuda a experimentar a Cristo como una fuerza viviente dentro de nosotros, una fuerza energizante, sanadora, transformadora, que nos guía hacia una conciencia, una plenitud y una compasión mayor.
Es importante recordar que esto no es algo exclusivo para una elite, es parte de nuestra naturaleza humana. Uno de los principios fundamentales de la psicología de Jung es que existe un impulso intrínseco dentro de la psique de toda la gente, hacia la plenitud y la integración, lo que también dice San Agustín: Todo el propósito de esta vida es restaurar la salud, el ojo del corazón, por el cual Dios puede ser visto.