Las cosas más simples de la vida son las más difíciles; son las más difíciles de describir, de entender, de vivir. Las anhelamos, pero un simple deseo puede inocentemente desarrollar un campo de gran complejidad a su alrededor. Queremos la felicidad, o una relación, o hacer el trabajo que nos gusta. Cuando las circunstancias nos lo impiden, podemos entristecernos, enojarnos o desesperarnos y salir en busca de falsos consuelos, sustitutos y distracciones. El auténtico anhelo original se pierde en una red virtual de imitaciones falsas.
La sabiduría contemplativa dice que hay que desprenderse del deseo. Pero, ¿qué tipo de deseo? La Cuaresma nos entrena en el autocontrol. La disciplina espiritual nos enseña a discernir, no para abandonar el deseo original, sino para separar las ovejas de las cabras entre nuestras muchas ambiciones y fantasías secundarias. Entonces el deseo original trasciende el deseo en la pureza del corazón. No es el deseo por alguna cosa, sino una felicidad inminente dispuesta a permanecer sin posesividades. Una contemplación, no una mirada hambrienta, un recibir, no un arrebatar. Este es el deseo de Dios, alineado con Dios, de una manera que el deseo egocéntrico nunca pueda darse.
Cuando niño anhelaba tener una bicicleta. Cuando llegó, me quedé extasiado. Luego me sentí dolorosamente frustrado y humillado por mi incapacidad para montarla. Mi simple deseo había sido satisfecho: el problema era disfrutar de lo que había deseado dejando ir el deseo. Solo quería subirme a mi nueva y reluciente bicicleta y pedalear cumpliendo mis fantasías de libertad. No entendía el aprendizaje y la paciencia necesarios para conseguir lo que queremos. La bicicleta me lo enseñó a base de fracasos, caídas y ligeras contusiones. Luego le tomé la mano. La meditación lleva más tiempo, pero enseña el mismo principio de simplicidad de cómo recibir un regalo.
Deseamos profundamente encontrar el corazón simple de la realidad. Más difícil de lo que imaginamos, podemos intentar diseccionar la realidad, mediante el análisis exhaustivo, el control intelectual o el fundamentalismo religioso, con el fin de atravesar las capas de la vida ordinaria. Sin embargo, es la vida tal y como la vivimos, tangible, desordenada e impredecible, donde la luz sencilla y radiante de Dios brilla y nos empapa. Dios es infinita sencillez.
Dios es también eternamente presente. Al complicar las cosas, imaginamos el momento presente como la congelación de uno de los fugaces “tics”, del tic-tac del reloj de nuestra vida. Pero el tiempo no puede congelarse. La presencia eterna de Dios está dentro y fuera del tiempo, en el corazón del tiempo.
No conozco una manera más sencilla de entrar en el momento presente que diciendo el mantra. Como la bicicleta, se domina a través del fracaso y, como el ciclismo, sólo lo hacemos correctamente cuando dejamos de pensar en hacerlo.
El tiempo es el problema que resuelve la quietud. Las ansiedades del futuro, los resurgimientos del pasado que pueden inundar nuestros sentimientos, se resuelven con el tiempo y con una presencia más profunda. Ninguna teología o neurología puede explicar el inmenso poder del amor liberado por esta profunda quietud. Sea lo que sea también en el mundo, el contemplativo es un amante y un artista. La contemplación hace surgir un torrente de belleza y la belleza nos muestra cómo la simplicidad del todo se manifiesta en el presente porque está presente en cada partícula de cada parte.
Laurence Freeman
Traducción: Eduardo de la Fuente, WCCM Argentina