Recuerdo vagamente cuando la Cuaresma era Cuaresma. Como en un juego de niños, muchas cosas dramáticas se hacían con seriedad y sin cuestionamientos. En el Vía Crucis, todas las estatuas y crucifijos de las iglesias se cubrían con tela morada. Esto sucedía desde la medianoche del día anterior al Miércoles de Ceniza. No había ni Gloria ni Aleluya. El agua bendita se retiraba de las entradas. Todo debía hacerse correctamente y se confiaba en que las personas que sabían del tema lo hicieran a tiempo. Como niño pequeño era incomprensible para mí y mágico a la vez porque se hacía correctamente. Conservaba un enclave de encanto en un mundo postrado ante los magníficos altares que había por todas partes.
Los fieles sintieron un curioso efecto durante este desierto religioso de la Cuaresma. Se les negaban estos símbolos e imágenes reconfortantes. Negárselos, sin embargo, aumentaba su misticismo. Cuando el Triduo (viernes, sábado y domingo de Semana Santa) desataba su torrente de colores, aleluyas, exuberancia visual y musical, se sabía con todo el sentido que algo había sucedido y que el tiempo había cambiado. La liturgia es una especie de teatro sagrado que no podemos tomarnos en serio, si nos lo tomamos demasiado en serio, perdemos su sentido lúdico. Habría que participar en el juego, aunque sólo fuera interiormente, para ser un verdadero jugador.
El momento de transición, el paso de la Cuaresma arenosa y amarga a la música florida y dulce de la Pascua sucedía en la oscuridad, durante la Vigilia Pascual. La aclamación de la Resurrección era una aclamación de fe tan grande e irracional que uno sentía que debía ser verdad, incluso sin entender cómo podía tener sentido.
En los momentos de transición el tiempo se ralentiza. De alguna manera, negando primero a la mente religiosa su dieta habitual de imágenes y sentimientos, podemos estar mejor preparados por el rico simbolismo de los Misterios de Pascua para entrar en su quietud y en su núcleo. Si el tiempo se detiene, Cristo resucitado se siente más plenamente presente.
Para algunos, el movimiento lento del Concierto para violín de Beethoven lleva al oyente absorto casi al final del tiempo. También en la oración hay momentos sin tiempo, o casi. Mientras puedan ser observados, con un mínimo de pensamiento objetivo, dejarán de estar presentes. Adoptarán la naturaleza de una experiencia, ya un recuerdo, algo que pertenece al pasado. El pensamiento, tal como lo concebimos, también se detiene cuando el tiempo se detiene.
Los rituales de Cuaresma son una forma de interrumpir el tiempo para que podamos ralentizarlo. Cubrir las estatuas de púrpura es mejor que destrozarlas, pero la intención es la misma. Incluso para la confusa y confinada mente fundamentalista sigue existiendo la sensación de que la esencia de Dios no es nada, ninguna cosa, nada que pueda pensarse. Sin embargo, no podemos decir nada de Dios que nos impida decir lo contrario con la misma verdad: Dios también puede ser conocido en cada cosa y a través de cada sentido humano.
La quietud no es fijación. La verdad está en la ondulación, un suave movimiento ondulatorio, arriba y abajo, dentro y fuera. Cuando somos naturales y estamos en armonía y nuestros demonios duermen, los opuestos de la vida que nos causan una angustia tan violenta se resuelven pacíficamente. Entonces, cuando estamos en paz, nos llenamos de energía y rebosamos de potencial. De esta manera podemos reconstruir países devastados por la guerra y sanar corazones rotos.
Laurence Freeman
Traducción: Gabriela Howson, WCCM Argentina