El otro día alguien me envió un artículo sobre la cerveza trapense. Aparentemente, los famosos monasterios belgas que la producen están en problemas porque la falta de vocaciones está amenazando con agotar el suministro de cerveza. La historia que me gusta sobre la cerveza belga es la del monasterio cuyo producto se convirtió en un objeto de culto. Se producía en cantidad limitada y todos los viernes se agotaba en una hora ante largas filas de clientes. Cuando los monjes necesitaron construir una nueva iglesia, aumentaron la producción y comenzaron a venderla en supermercados. Rápidamente reunieron los fondos que necesitaban y luego… desafiando a la economía y lo que el mercado pedía… simplemente redujeron la producción a su nivel anterior.
En el budismo, los monjes no tienen permitido trabajar y es el privilegio de los laicos apoyarlos económicamente a cambio de su testimonio acerca de los valores más elevados y de su enseñanza espiritual. En el cristianismo, en cambio, los monjes buscan en la medida de lo posible sostenerse a sí mismos. San Benito incluso dice, en el capítulo 48 sobre el trabajo manual diario, “son verdaderamente monjes cuando viven del trabajo de sus manos”. También menciona que cuando se trate de una pequeña comunidad y no puedan obtener ayuda con la cosecha, no deberían quejarse de recolectarla solos.
En otro lugar, muestra que las primeras comunidades monásticas eran una parte importante de las economías locales, buenos empleadores, que vendían sus productos un poco por debajo de los precios del mercado. Los padres del desierto tejían cestas cerca del Nilo y trabajaban como obreros; los monjes medievales copiaban manuscritos y cultivaban; los trapenses en Duvel o Grimbergen hacen cerveza. Seguramente, los hombres de negocios que producen bienes y servicios de consumo se divertirían observando el trabajo que hacen los monjes para sobrevivir. Pero también podrían aprender la lección que estos monjes nos dan sobre el buen trabajo realizado mientras se aseguran de que la oración, la comunidad, la cultura y el trabajo permanezcan en un equilibrio saludable.
En épocas anteriores de crisis humanas, el monasticismo, siempre presente de alguna forma en las sociedades más avanzadas, fue concebido y se volvió inesperadamente necesario para la supervivencia de la sociedad. El ritmo de vida monástico, sus valores vividos y su conciencia de la transparencia de diferentes dimensiones que se superponen entre sí, mostró que el objetivo de la vida podía ser visto en la práctica, y no solo hablado como teoría. Cuando Juan el Bautista fue interrogado por personas preocupadas de su tiempo, “¿qué debemos hacer?”, su respuesta se anticipó a nuestra era de extrema desigualdad que impulsa el ciclo del resentimiento del populismo y socava la democracia. (Una época en la que, en 2018, la riqueza combinada de tres individuos superó la de la mitad más pobre de todos los demás estadounidenses).
En la visión de Benito, no es una gran virtud el ser o parecer pobre. Para él, la esencia de la pobreza monástica consiste en la moderación y en el compartir los bienes, en la simplicidad de vida y en la generosidad compasiva. La comunidad es necesaria para sostener esta forma de vida y hacerla encantadora y práctica. Nosotros conocemos al menos una de las formas esenciales de concebir y dar a luz a la comunidad.
Laurence Freeman OSB
Traducción: Ramón Bazán, WCCM México