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Martes Santo

Lo que vas a hacer, hazlo pronto

Jn 13:21-38

¿Cuál es nuestra verdadera motivación para hacer cualquier cosa? Cuando miramos hacia atrás, quizá después de años, podemos vernos a nosotros mismos con aguda objetividad, pero también con verdadera dulzura. Haciendo concesiones, podemos pensar: “Era joven” o “No sabía lo que sé ahora”. Para decisiones más recientes, con menos perspectiva en el tiempo, podemos ser menos amables con nosotros mismos o, si la cuestión implica las faltas de otra persona, podemos ser jueces muy duros.

Nuestra incertidumbre sobre nuestro pasado y sobre la motivación de los demás revela que la persona humana está en constante construcción. ¿Quién soy yo? Es una pregunta imposible de responder. Sin embargo, es una pregunta humana esencial. Nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida consciente, desde los primeros indicios de autoconciencia en la infancia hasta el último parpadeo de la mente antes de la muerte. Tal vez no sea más que una expresión de asombro ante lo mucho que hemos cambiado, aún inacabados y, de algún modo, la misma persona. Algunos comentaristas creen que Jesús no fue plenamente consciente de quién era, y de qué era lo que su humanidad combinaba de forma única, hasta que entregó su espíritu en la cruz justo después de preguntar “¿por qué me has abandonado?” o de decir “está consumado”. El verdadero autoconocimiento crece gradualmente a través del tiempo y la experiencia. A medida que lo hace, la angulosidad de la pregunta de quién soy se suaviza y comprendemos que no sólo existimos: pertenecemos.

Jesús manifiesta un grado muy avanzado de esta autocomprensión a lo largo de los evangelios. Acompaña a la extraordinaria compasión y perspicacia hacia los demás que vemos en el evangelio de hoy en relación con Judas, que es una de las claves principales del misterio de la Pascua. En la última cena, Jesús, profundamente turbado, revela que uno de sus discípulos más cercanos le traicionará. Sus amigos se preguntan a qué se refería y nos hacen comprender su humanidad. (Como ayer supimos, tenían un patrimonio común y probablemente recaudaban fondos).

Pedro le pide a Juan, el discípulo amado que estaba reclinado junto a Jesús, que le pregunte quién era el culpable. Respondiendo a su amigo del alma como no respondería a nadie más, le dice que dará un trozo de pan al traidor. Lo mojó en algo y se lo entregó a Judas. Este es el pan del que dijo: “Esto es mi cuerpo”. Se entrega a su traidor con plena conciencia de la traición de Judas. Perdona incluso antes de que se cometa el pecado. En ese instante, cuando Judas había tomado el pan, “Satanás entró en él”. Jesús le dijo: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. Su comunión con el traidor va más allá del juicio y el resentimiento. 

Judas abandonó la mesa. “Cayó la noche”. La cuestión de la motivación no sólo es imposible de responder, también es irrelevante. La verdadera pregunta expuesta ahora, cuando las dimensiones de la realidad en las que se produce este intercambio se han expandido más allá de la racionalidad, es “¿cuál es el propósito de lo que está sucediendo?”. Al igual que la compasión, el propio pecado y el oscurecimiento de la mente humana por el mal, todos encuentran su significado en una unidad superior a la división que causan. Lo que son opuestos en la dimensión racional se unifican en la divina. Esta unidad “brilla sobre buenos y malos por igual y es bondadosa con los ingratos y los malvados”. O, como diría más tarde la Madre Juliana

El pecado es necesario. Pero todo estará bien, y todas las cosas estarán bien.

Laurence Freeman OSB

Traducción: Elba Rodríguez, WCCM Colombia

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