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Carta 23 – Ciclo 2: El Don de la Gracia Divina

La transformación espiritual está fuera de nuestro control. Este cambio completo de conciencia no puede ser ‘logrado’ de un modo determinado, sino que es un don de la gracia divina.

Aunque el viaje espiritual con frecuencia se presenta de modo lineal, primero aquietando el cuerpo, después la mente, de manera que pueda tocarse el espíritu, no se trata de etapas progresivas sino de niveles simultáneos, coincidentes, profundos: los recorremos en espiral, disfrutamos de fugaces vistazos, a medida que practicamos.

Como hemos visto en las cartas anteriores, con frecuencia al comenzar el viaje espiritual aparece una repentina y profunda comprensión, un recuerdo de nuestra verdadera naturaleza, una visión de una dimensión más grande, un alejarse de las preocupaciones de la realidad superficial. Recordamos que la ‘Luz’ ya habita en nosotros; ya estamos ‘iluminados’. “Hemos venido de la luz, del lugar donde la luz se hizo, se estableció…. Somos sus hijos” (Evangelio de Tomás 50).

Los antiguos Padres de la Iglesia llamaban a este momento ‘momento de conversión’ o ‘metanoia’, un cambio del corazón y de la mente, una conversión intuitiva que permite que el recuerdo de nuestro verdadero ‘ser’ se aclare a través del tiempo.

Esto nos permitirá cruzar el umbral entre los diferentes niveles de percepción. Cuando nos adentramos en nuestro ser interior, nuestro Ser, por medio de la meditación, abandonamos nuestra inteligencia racional, nuestras emociones, nuestras percepciones y operamos desde la facultad superior a la razón: nuestra inteligencia intuitiva. Esta es enlace y canal de comunicación con lo Divino. El ‘Ser’ no se ve afectado por los eventos externos de nuestra vida y está libre para ayudarnos con nuestra comprensión e intuición. Éstas se nos conceden después del silencio de la meditación o en sueños y otras formas que ha encontrado nuestro ser espiritual para llegar a nosotros.

El impulso que lleva a la ‘metanoia’ es con frecuencia un momento de crisis, un evento muy importante en cualquier etapa de nuestras vidas, cuando la aparente seguridad e invariable realidad en la que vivimos se ve desconcertantemente trastocada: un individuo o un grupo nos rechaza, enfrentamos el fracaso, la pérdida de estima, perdemos un trabajo que amamos o nuestra salud de repente nos falla. El resultado puede ser la negación para aceptar el cambio, un descenso a la negatividad, a la desconfianza y a la desesperación. O podemos enfrentar el hecho de que nuestra realidad no es tan inmutable como creíamos, podemos enfrentar el reto de mirarnos, de mirar nuestra realidad habitual, nuestras opiniones y valores con ojos diferentes.

Es en este momento cuando la cadena hecha por todos nuestros condicionamientos, pensamientos, recuerdos y emociones, se rompe momentáneamente y quedamos parados, libres y sin obstáculos, frente al Aquí y Ahora, el momento eterno. Luego por un instante vemos a la realidad tal cual es. María Magdalena demuestra claramente lo que esto realmente significa. Después de la crucifixión de Jesús se dirige a la tumba para encontrarla vacía. Está consternada, envuelta en su propio dolor y angustia. Incluso cuando Jesús aparece, se encuentra tan abrumada por el dolor que no puede verlo. No lo reconoce, cree que es el jardinero. En el momento en que Jesús la llama por su nombre, sale de su visión brumosa de la realidad enfocada en sus propias emociones y necesidades y lo ve en su realidad verdadera.

No siempre este momento es tan dramático, nuestra conciencia perceptiva varía enormemente de una persona a otra y de un momento a otro. Algunos pudimos haber tenido un momento de ‘trascendencia’, un hacernos concientes de una realidad diferente, un escape de la prisión del ‘ego’, mientras escuchábamos música, poesía o mientras contemplábamos una obra de arte. Otros puede que nunca hayan sido concientes de este momento, y sin embargo a cierto nivel, pueden haber sido concientes siempre de la existencia de una realidad superior y, aunque sin darse cuenta, haber estado sintonizándose gradualmente con esta realidad. Con frecuencia, al comenzar a meditar tocamos la experiencia de la verdadera paz y alegría en nuestro interior. Estos momentos, cuando somos liberados de la auto-preocupación, son dones Divinos.