Me gustaría comenzar este nuevo ciclo de «Enseñanza Semanal» con estas palabras de San Pablo:
Rezo para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre todo glorioso, pueda darte los poderes espirituales de la sabiduría y la visión, por las cuales se llega el conocimiento de Él. Rezo para que tus ojos internos se iluminen y para que puedas saber cuál es la esperanza a la que Él te llama.
Hemos escuchado cómo el Abba Moisés explicó a Casiano y a Germano que el objetivo final de la vida espiritual es el Reino de los Cielos. Sabemos por las enseñanzas de Jesús que narra el Evangelio de Marcos (1, 15) que el Reino de Dios está dentro de nosotros y entre nosotros. Por lo tanto, se refiere a un estado de conciencia de la Presencia Divina. El camino para llegar allí, como nos dijo Evagrio, se alcanza mediante la purificación de las emociones, observando lo que hay dentro de nosotros y a nuestro alrededor en la vida diaria. De este modo lograremos un «corazón limpio» como lo llama el Abba Moisés.
El primer paso en nuestro viaje espiritual a ese estado de consciencia es un salto de fe. John Main nos dice que «la meditación es una forma de fe porque en la meditación tenemos que abandonarnos antes de que el otro aparezca y, además, sin ninguna garantía de que lo hará». Es una confianza intuitiva de que hay algo más valioso para nosotros que la mera realidad material. En el silencio de la meditación descubrimos que podemos experimentar ese algo «más», la parte Divina de nuestro ser y nuestro vínculo con toda la Realidad Divina que no pudimos conocer con nuestra mente racional.
Laurence Freeman dice en su libro Los aspectos del amor: «San Juan dice que Dios nunca ha sido visto. En otras palabras, Dios nunca puede ser un objeto fuera de nosotros mismos. Necesitamos entrar en ese nivel de nuestro ser, el corazón, el espíritu, donde no hay nada fuera de nosotros, donde entendemos que ya estamos en relación, en comunión, con todo lo que es, con Dios». Como dice John Main: «Esta es la razón de nuestra meditación. Estar abierto a la Realidad Divina que está más cerca de nosotros que nosotros mismos».
El segundo paso es continuar el difícil y estrecho camino para «abandonarse». Como sabemos por experiencia, falta mucho valor para abandonar nuestros pensamientos, imágenes y «ego» y para renunciar, aunque sea temporalmente, al sentido de identidad e individualidad que nos hemos forjado en el pensamiento. Sin embargo, hay que recordar que no estamos solos en este viaje. Es un camino de esfuerzo y, también, de gracia. La parte espiritual de nuestro ser, el Cristo que habita dentro de nosotros, está ahí para ayudarnos con las ideas o intuiciones que se nos presentan en el silencio y que crecen cuanto más perseveramos en la disciplina de la meditación.
Permítanme resumir una vez más las diversas formas en que nuestro ego trata de evitar que entremos en el silencio y nos escapemos de su control. En el momento en que comenzamos a meditar, nuestra mente superficial racional, el ego, se pone en marcha e inunda nuestra mente de pensamientos. No somos conscientes de la infinidad de pensamientos que pasan por nuestra mente hasta que no nos sentamos y tratamos de concentrarnos en nuestra palabra de oración. Además, descubrimos que estos pensamientos son tan triviales y superficiales que incluso nos avergonzamos de nosotros mismos. ¡Una lección bastante efectiva de humildad!
Entonces el ego continúa tentándonos a que abandonemos el silencio. Así, escucharemos su voz que nos dirá: «¡Menudo aburrimiento, repetir constantemente una palabra!» Y si eso no nos detiene, surgirá otra idea: «¡No te quedes ahí sentado, haz algo! ¡Leer un libro espiritual sería mucho más productivo!». ¿Para qué sigues meditando? Y sutilmente, nos susurrará: «¿Es éste realmente el mantra correcto?» O incluso «¿Es éste el tipo correcto de meditación?» Si aun así permaneces, el ego proyectará tu frustración y te dirá: «¡Un mejor líder de grupo ayudaría!». Si ninguno de estos pensamientos te detiene, surgirá uno muy efectivo: «Esto es autocomplaciente. Deberías estar ahí afuera ayudando a otros, en lugar de volverte hacia ti mismo. ¡No necesitamos contemplación, necesitamos acción en este mundo!» Y el ataque final será hacernos creer erróneamente que hemos alcanzado la paz y el silencio prometidos. Ante todas estas amenazas, lo que debemos hacer es reconocer esos pensamientos y darnos cuenta de que provienen del ego desmedido. Son solo pensamientos, no son la verdad. Sin embargo, estos momentos se entremezclarán con períodos de verdadero silencio que nos animarán a perseverar.
Ya hemos explorado en lecturas anteriores cómo este silencio también puede verse interrumpido por la expresión de emociones que reprimimos en el pasado. Estas emociones pueden surgir en forma de lágrimas repentinas, sentimientos de irritación, ataques de ira, aburrimiento, sentimientos de aridez e inutilidad. Y en esos momentos, es cuando el ego juega su carta triunfal haciendo que te plantees: «¿Qué sentido tiene meditar si acabo sintiéndome peor?»
Estos últimos pensamientos que utiliza el ego para evitar que abandonemos su esfera de influencia son los más difíciles, ya que se basan en heridas emocionales causadas por aquellas necesidades de supervivencia no satisfechas, de forma real o percibida, en nuestra infancia. El ego jugará con esa aparente falta de amor en tu infancia diciéndote: «Dios no puede amarte incondicionalmente. ¡No eres digno de amor! Además, ¡el amor incondicional no existe!». Igualmente de poderosa y dañina es la pregunta: «¿No estarás perdiendo el control?», acompañada de «¡No sé si esto es seguro!». Estas dudas nos generará una sensación de que nuestras necesidades de control y seguridad están viéndose comprometidas. Y si esto no fuera suficiente para que abandonemos definitivamente la meditación, pueden surgir pensamientos como: «Nadie reza así. ¡Eres el bicho raro!» Y «Ésta no es la forma en que mis padres me enseñaron a orar. No puedo ser desleal con ellos.»
Pero si somos capaces de perseverar, finalmente, con la guía Divina, la voz del ego se calmará al ser trascendida y es entonces cuando la oración de San Pablo podrá convertirse en una realidad para nosotros: «nuestros ojos internos pueden ser iluminados», lo que nos permitirá experimentar la Realidad Divina y, al hacerlo, seremos conscientes de que envuelve a toda la humanidad y a la creación. Así, recordaremos que todos somos «Hijos de Dios» (2 Cor 7) y que «la conciencia que estaba en Cristo también está en nosotros» (Filipenses 2, 5).